El filo torcido de la justicia

(En solidaridad con mi colega Javier Chávez Ataxca)

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Por Antonio Callejo

Cancún, Quintana Roo. – Hay leyes que nacen para proteger, pero a veces son torcidas hasta convertirse en armas. El caso de la violencia política de género es un ejemplo doloroso. Lo que fue concebido como un blindaje necesario contra la exclusión y la misoginia dentro de la vida pública, está siendo manipulado por algunas mujeres en el poder, que lo esgrimen como un machete contra periodistas y críticos.

No se trata aquí de negar la urgencia de un país más justo para ellas, ni de minimizar la violencia que padecen. Pero es evidente el riesgo: cuando una gobernante o funcionaria acusa a un periodista de violencia política de género, no lo hace desde ninguna fragilidad, sino desde el blindaje de todo el aparato estatal. Es un combate desigual. El ciudadano sólo tiene su voz; ellas, en cambio, disponen de la maquinaria del gobierno: fiscales, policías, ejército, tribunales. El poder frente a la palabra.

Es una circunstancia asimétrica, injusta. De notable abuso.

Lo hemos visto en Campeche, donde la gobernadora Layda Sansores convirtió la crítica en un pecado y a los periodistas en herejes. Lo estamos viendo en otros rincones del país, donde las denuncias se confunden con amenazas, y donde la libertad de expresión corre el riesgo de ser sometida a corsés autoritarios disfrazados de defensa de derechos.

Las instituciones, también copadas por el poderoso Morena, se decantan en sentido contrario. Ahora se esfuerzan en proteger a los poderosos. Y en aplastar a los débiles.

La ley que debía servir de escudo se está volviendo cuchillo. Y el filo torcido de la justicia no hiere sólo a los periodistas: corta la confianza de la sociedad en sus instituciones, erosiona la democracia, deja cicatrices en la conversación pública.

Hoy me solidarizo con mi colega Javier Chávez Ataxca, periodista honesto y objetivo, víctima de este mal uso de la ley. Y con él, con todos los que resisten el peso de un Estado que confunde crítica con violencia.

Porque un país sin libertad de expresión es un país sin respiración. Y si los políticos, hombres o mujeres, convierten las palabras en delitos para acallar la disidencia, nos condenan a la asfixia.

El futuro de México se juega también en esto: en decidir si queremos gobernantes protegidos por la impunidad, o ciudadanos libres para decir la verdad, aunque duela.

Ahora ya ni si quiera nos va a quedar el derecho de mandarlos a chingar a su madre.

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